Desde hace mucho tiempo, ante nuestras miradas, la verdad viene perdiendo su antiguo prestigio, su condición virtuosa, y siendo empujada con desdén hacia el reducto de las malas noticias, incluso considerada una de ellas, o emparentándosela con argumentos justos pero inútiles, esos a los que apenas se les presta oídos porque cargan una razón que sólo produce litigios, pone en evidencia desigualdades o desnuda injusticias.
Sociedades enteras, aun algunas de las llamadas pomposamente “desarrolladas”, a las que se supone maduras y con acceso libre a la información, están claramente rehuyendo de ella, rechazando el simple acto de escucharla, como si se tratara de un huésped indeseado al que hay que cerrarle la puerta en la cara o de una impertinencia cuyo único fin es arruinar la placidez de un buen día.
Sería, no obstante, parcial y errónea la mirada sobre el asunto si esta actitud se considerara la consecuencia de un engaño masivo, pese a contar con la evidencia de que hay maquinarias destinadas a fabricar “verdades” a partir de mentiras verosímiles, en particular en las redes sociales y en medios en los que el periodismo es una mala excusa o su propia parodia. Tal vez, la palabra correcta para el caso sea transacción, transacción entre quien se encarga de la producción y creación artística de “la verdad”, hecha de un amasijo de invenciones y medias verdades, con ingredientes que la tornan no sólo digerible sino también persuasiva, y una parte considerable de los ciudadanos que le otorga, con irresponsable generosidad, una licencia industrial para explotarla.
“Realidad alternativa”
Así, resulta visible la fabricación temática e indisimulada de falsedades que se imponen a diario. Contenidos favoritos: los inmigrantes, violencia contra las mujeres, las mujeres independientes, homosexuales, negación de tragedias históricas y cambio climático, exaltación de famosos dictadores y genocidas, y ataque furibundo a cualquier desheredado que no se pueda defender, todo ello precedido por la renuncia y delegación de la verdad, por el beneplácito del silencio, la complicidad del voto o el respaldo entusiasta para que una corporación, un gobierno completo o una banda de farsantes en cualquier espacio de poder, se ocupe de administrarla en nombre del conjunto o directamente la oculte y la reemplace por lo que se conoce como “realidad alternativa”, es decir, por una película que coloree los temas más espinosos, adorne con virtudes a quienes escriben el relato, y endulce los oídos o, al menos, no los lastime.
Para quien mira con ganas de discernir, entre engaño y transacción hay fronteras indiscutibles, sobre todo cuando el asunto es de delicado orden moral y pone en peligro derechos fundamentales. Sin embargo, en décadas recientes se han convertido en vecinos que conviven con un pasaporte común. Esto es así porque, en ocasiones, con el afán de retorcer, confundir y enlodar, se quiere que parezcan casi lo mismo, en un promiscuo intercambio de papeles.
En el terreno del engaño pueden entrar, por un lado, la narrativa de ficción, el teatro y su representación y el cine con historias que nunca ocurrieron, al menos no de ese modo, todos ellos como expresiones inobjetables del arte, y, por el otro, la impostura lisa y llana, con sus mentiras para conseguir, de forma fraudulenta, algo a cambio, casi siempre un daño, desde el desprestigio hasta la eliminación de los adversarios pasando por el hundimiento de una empresa hasta la demonización de una buena causa o una persona, o el cambio de voluntades políticas con zancadillas para que no llegue quien despierta simpatías o, simplemente, es un solvente competidor.
La transacción, mientras tanto, desecha la técnica del engaño (artístico o literal) para negociar un acuerdo, incluso introducir uno tácito, con reglas nunca escritas y siempre variables. En ella, una de las partes tutela y gestiona la verdad y la otra, a cambio, se desvincula del universo tangible y pasa a aceptar dócilmente la patraña oficial, se suscribe a una especie de canal de opio y fantasías. Esta última viene a decir “por favor, ahórreme el disgusto de la verdad, para eso lo he elegido a usted”; y la contraparte, ante esta renuncia, casi nunca con fines honestos, pasa gustosa a ocupar el terreno vacío y a usar una suerte de cesión gratuita de derechos.
Esta situación genera efectos devastadores sobre las instituciones y el ideario democrático, además de alumbrar nuevos engendros políticos y resucitar fantasmas ya conocidos por los pueblos en el pasado reciente. El escritor Steve Tesich, padre del término post-verdad, explicaba en un artículo escrito en “The Nation” en 1992, titulado “A government of lies”, a propósito del triunfo de las mentiras tomando como paradigma al presidente estadounidense Richard Nixon: “Estamos rápidamente convirtiéndonos en prototipos de personas que los monstruos totalitarios sólo podían desear en sus sueños. Todos los dictadores hasta ahora habían trabajado duro en la supresión de la verdad. Nosotros, con nuestras acciones, estamos diciendo que esto ya no es necesario, que hemos adquirido un mecanismo espiritual que puede despojar a la verdad de cualquier significado. (…) como personas libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en una suerte de mundo de la post-verdad”.
Desde entonces, esta conducta descrita por Tesich no ha hecho más que ahondarse. Como viene pasando en Estados Unidos con los movimientos de apoyo casi religioso a la esperpéntica figura de Trump, o aún en Brasil a la de Bolsonaro, y, aunque cada vez menos, en Rusia a la de Putin, el entusiasmo que acompaña actualmente a la ultraderecha europea se extiende como un vertido de gasolina sobre la animada hoguera social. En España, el partido que la representa (Vox) tiene más de tres millones de votos y 52 diputados adictos a la provocación y la calumnia en un Congreso de 350 miembros. En las recientes elecciones municipales ganaron un poco más de terreno y lograron entrar en los más importantes parlamentos regionales tras los acuerdos con el Partido Popular, vientre del que salieron en su momento.
Con discursos copiados unos de otros, en una cruzada cultural que consiste en promover el recorte de derechos, falsear estadísticas o evidencias científicas, esta corriente criminaliza a los inmigrantes, hasta llega a pintarlos como un peligro en territorios donde su presencia es escasa o nula y difunde la teoría del “gran reemplazo”, aquella que asegura que la raza blanca se está extinguiendo por la llegada de extranjeros; niega la pandemia con argumentos paranoicos, como también niega la utilidad de las vacunas aunque sus dirigentes mantienen en secreto que se vacunaron; niega la violencia de género, a la que califica de invento de la izquierda radical mientras los números indican en España que más de 1200 mujeres murieron por agresiones de varones, o el cambio climático, para permitir, allí donde toma decisiones, el uso irresponsable de los recursos, como el agua de parques nacionales para regar campos de golf, o la eliminación de medidas básicas de protección del medio ambiente, a contramarcha de las recomendaciones de Naciones Unidas u organizaciones ecologistas.
Muros que dividen
Hoy en día se ha convertido en una marea de la mentira que a través de partidos ultras (una suerte de hooligans de la política) gobierna Italia, Hungría, Polonia, pone los pelos de punta a demócratas alemanes por el avance incontrolable de una formación filonazi llamada Alternativa para Alemania, forma parte del Poder Ejecutivo de Finlandia con siete ministerios (reclama a menudo los estratégicos para sus fobias: Justicia, Interior, Medio Ambiente) y pugna desde hace tiempo, con buenas perspectivas, por ganar una elección general en Francia, Austria, Países Bajos e increíblemente en Suecia, un antiguo faro de la socialdemocracia.
Como consecuencia, este fenómeno está levantando muros entre la gente y dividiéndola con arengas de odio y antagonismo, obteniendo, allí donde se introduce como una gangrena, retrocesos impensables hasta hace poco, lo que recuerda con justificada alarma que ningún derecho está garantizado sin su defensa constante, en especial los que protegen a las minorías; también está forjando enemigos irreconciliables y una sociedad malhumorada y confundida en la bruma de un discurso emponzoñado y tóxico. Quienes adhieren a esta tendencia con fervor militante son además laboriosos propagandistas de la discordia y se los ve frenéticamente activos en las calles y en Internet: se reúnen frente a las oficinas de empleo con pancartas para exigir que no se contrate a extranjeros, hostigan en las puertas de las clínicas a quienes van a abortar, marchan con bengalas, cotillón nazi y mucho ruido por los barrios que frecuentan los homosexuales, advirtiéndoles que ya no son zonas seguras, y someten a una tormenta de ataques y calumnias en las redes sociales a los programas de radio y televisión, a sus conductores o tertulianos, incluso a las empresas que los patrocinan, cuando se dice algo que consideran fuera de sus estrechos esquemas mentales.
Si antes no se hubiera visto todo esto, alguien lo bautizaría hoy como fascismo. Por lo tanto, tendríamos que hablar de un nuevo fracaso en ciernes, o en marcha, y de un camino que lleva al enfrentamiento y la barbarie. Se trata, sobre todo, de la verdad violentada y del permiso colectivo para que esto suceda, del intento de imponer lo que algunos dicen que se ve y no lo que realmente vemos. La hora reclama, entonces, una reacción. Sin dudas, no es fácil vivir con el rigor insobornable de la verdad, pero mucho menos saludable para una nación es vivir con su ausencia. El ciudadano debería empezar por preguntarse con honestidad ante cada discurso, cada teoría o cada propaganda lo que recomendaba a las futuras generaciones Bertrand Russell en una famosa entrevista de la BBC en 1959: “(…) pregúntese a sí mismo cuáles son los hechos y cuál es la verdad que esos hechos corroboran. Nunca se permita ser llevado por lo que usted desea creer o por lo que usted piensa que tendría un efecto social beneficioso si esto así fuera creído”. Quizás dando este paso, y alguno más, se abra una esperanza.